Las Calles/Tomás Carrasquilla
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Como un signo + cuartean la ciudad la carrera de Carabobo y la calle de Ayacucho; aquélla del Norte al Mediodía; ésta de Oriente a Ocaso. Ni una ni otra enmarcan la plaza principal, cual si quisieran valer por sus méritos propios. La carrera le pasa a una cuadra, por el Occidente; la calle a una cuadra, por el Sur, para formarle aledaños medio regulares, siquiera por dos lados, ya que la calle y la carrera opuestas rompen el paralelismo del trazado, con su desvío la carrera, la calle con unos quingos fementidos y afrentosos. A los tales debería jurar guerra a muerte la Sociedad de Mejoras Públicas, aliada con las potencias del Municipio y del Departamento, por más que se arruinaran en la lucha. Esa calleja angulosa, arrabalera y repelente, más para gitanos que para cristianos, es, en aquel punto tan céntrico, una ignominia para esta ciudad acicalada, que se gasta sus ínfulas y sus dineros en construcciones y reformas. Carabobo y Ayacucho son las vías más largas de la ciudad progresista. La carrera la parte muy gentil de banda a banda; la calle arranca de la propia ribera del Aburrá y se trepa glorificada hasta las alturas de Miraflores. A medida que se alejan de las estrecheces peninsulares, se ensanchan, se dilatan, se embellecen, bien así como las colonias de España se emanciparon. Por algo tienen nombres libertadores. Ni se sabe cuántas cuadras miden; pues esto de cortes en las vías públicas es aquí como la ética: cambia según el lugar y el tiempo. Tiradas a cordel ofrecerían una perspectiva admirable; divisaríanse confundidas en un punto oscuro, allá donde la visual termina. Bien se ve que los hijos de Pelayo, tan godos y tradicionalistas, quisieron imitar, en estas sus posesiones andinas, las calles irregulares y angostas de sus villejas castellanas. Tampoco era la época, ni menos ellos, para fundaciones por planos. Lo que es esta ciudad, erigida por don Miguel de Aguinaga, la fueron farfullando, no a ojo de buen cubero, sino a la buena de Dios, por no decir a la diabla. Ni lo adecuado de la localidad, ni la alegría de su valle, ni la muralla azul de sus serranías, fueron poderosas a que estos fundadores, amigos de monasterios y santuarios, pusiesen alguna formalidad en el trazado o en el desarrollo de su villa, ennoblecida con todo y escudo y consagrada a María, en la más hebraica de sus advocaciones. Estos recintos, cerrados por casas, que llaman manzanas, y que suponen cien varas en cuadro, son aquí muy irregulares en sí mismos y harto desiguales entre sí por forma y por medida. Pocas tienen sus ángulos rectos y contadas las de lados iguales. Con frecuencia se pierde la recta en las demarcaciones murales, ya en línea quebrada, ya en línea ondulada, ya hacia adentro, ya hacia afuera de la calle. Hay manzanas en trapecios, en trapezoides y hasta en rombos; las hay combinadas, en rectas y curvas; las hay en formas al acaso; de las calles... ¡no se diga! Unas son culebras, otras garabatos, y algunas, mismamente esas centellas que pintan en los calvarios. Las gentes que vinieron después ¿qué iban a hacer para compaginar lo viejo con lo nuevo? Pues empeorar lo chapetón. Romper aquí; empatar allá; sacar manzanas en triángulo, en pentágono, en bonetes, en demonios coronados; apurar la hispánica torcedura: porque los muertos mandan, aunque nos pese a los vivos, mayormente en cosas que perduran. Pero esto es lo de menos; lo de más es aquello de topetarse unas calles con otras; de interrumpirse aquí para seguir más allá o para no seguir; es aquello de incomunicar, como si fueran para gafos o apestados. Estos resabios coloniales, o si se quiere estilos, en achaques de edificaciones y ensanches urbanos, apenas sí han desaparecido de quince años para acá. No hace veinticinco principió el trazado de estas hermosas calles de Caracas, Perú, Bolivia, La Argentina, y la Independencia, y, sin embargo, las cinco miden en su primer estadio trunco, algo más de dos cuadras. No las partieron por la mitad como lo indica el sentido común. Tan vecinas y todo han quedado harto incomunicadas entre sí. Romperlas ahora sería empresa de urbe mundial y millonaria. El ensanche a la redonda, que ha surgido gradualmente y que se ajusta en lo posible a los planos del Medellín futuro, es rigurosamente regular en las partes recientes; mas, en el empalme y conexiones con lo anterior, pasa lo de siempre: añadijos y zigzags para empatar allá e ingerir acullá. Esta es la eterna historia. Sólo las ciudades a la yanqui, con planos y diseños antes de escoger el lugar ciudadano, se escaparán de este remendar incesante. A muchos dizque les gustan más las ciudades desconcertadas, torcidas, que las simétricas a líneas y a ángulos rectos. Si son Roma y Toledo, París y Edimburgo, claro que deben encantar con sus disloques centenarios: son documentos en piedra y barro cocido; son poesía e historia. Mas, Pero Grullo, el gran sabio, nos ha revelado en muchísimo secreto, por supuesto, que las ciudades nuevas, que nada documentan, que no tienen el alma del pasado, deben ser a codal y a escuadra. El futurismo tendrá de esmerarse mucho en geometría y claridad, para que se entiendan bien sus confusiones. No sabemos si Medellín habrá perdido o ganado con sus muchas y diversas torceduras, toda vez que no la hemos conocido de otro modo. Mas, cabe suponer que, si la duquesa de Eboli fue toda una beldad con su bizquera, más y mejor lo hubiera sido con ojos buenos y sanos. Si a los de aquí se nos hace a veces medio enredada nuestra ciudad querida, ¡cuánto más se les hará a los extraños! Y eso que está muy bien numeradita, con todas las reglas del caso, por calles, carreras y avenidas. Pero sólo el numerista, si saca el plano, puede saber por dónde principia y por dónde sigue la numeración de varias vías. Pues ha de saberse, por si alguien lo ignorase, que aquí hay carreras, numeradas y todo, de dos y tres cuadras. Hay una, por cierto, muy céntrica y arzobispal, que sólo mide una mera, y eso algo escasa; así como hay otras cuya numeración sigue a saltos, a través de calles y manzanas, cual si fuesen la hebra de una basta, o las aguas del Guadiana. ¿Quién no se deshila así? Y tanto, que, el dar aquí la dirección de una casa por el número de su calle, es hablar en sánscrito. Y no porque la gente no quiera habituarse al sistema numeral de las ciudades norteamericanas. Nos habituaríamos luego al punto. ¡De más! Aquí nos pirramos por las novedades, máxime si son de esos yanquis tan parecidos a nosotros, no tanto por lo positivistas, cuanto por lo broncos. Sino que para aprender esta numeración se necesita estudio y perseverancia; y aquí somos muy desaplicados e impacientes. Así es que el indicar las calles por nombres y no por números es más necesidad que ranciera. Y no somos tan católicos en apodos callejeros como en lo demás. Dos solamente de nuestras vías llevan nombre de santo, y eso por ser el uno futurista findemundo y el otro homónimo de lugar de batalla en la rebeldía contra la Madre España. Pero, como somos lógicos y devotos, dedicamos boticas a santos milagrosos para que no nos maten las recetas. La geografía suramericana y la epopeya patria dominan la nomenclatura de calles y de puentes. Se ve nuestra tendencia a la sabiduría y a la gloria. El Palo, Bomboná, Juanambú, Caracas, Cundinamarca, La Argentina, Cúcuta, Bucaramanga, tienen por estas calles de Dios sus oficiales consagraciones. Confundimos en ellas ciudades con departamentos; nuestra nación con sus hermanas del Sur. ¿Por qué esta pleitesía nominal con las de dos capitales de Santander, cuando no se le rinde a ninguna otra de los doce departamentos restantes? ¿Será por simpatía con aquella tierra arrugada como la nuestra? ¿Será por llevar el nombre de aquel varón altísimo, héroe y legislador? Conste, en fin, que el trazado de nuestra Villa es confuso; que Ayacucho y Carabobo, únicas a quienes no interrumpe vía alguna, son paladinas y triunfales como los hechos que conmemoran. Dicen libros muy sabios de filósofos patagones, que el enredo material enreda los espíritus. Según eso, el alma medellinita debe ser una maraña. ¡Hasta lo será! Aquí no hay tipo ni agrupación que puedan encarnar esta montanera tan heterogénea. Ni el interés pecuniario, ni el amor al suelo y al trabajo, ni la misma verbosidad hiperbólica, son aquí generales. Sólo la autonomía individual puede sumarnos, porque aquí cada uno es Juan Memando y... ¡San-se-acabó! 1919
- Tomás Carrasquilla: Escritor antioqueño (Santo Domingo, enero 17 de 1858-Medellín, diciembre 19 de 1940), autor de numerosos cuentos y novelas, entre las que se cuentan: Frutos de mi tierra, Grandeza, El zarco, La marquesa de Yolombó y Hace tiempos. Este breve texto hace parte de la compilación de ensayos titulada Medellín.