Cabalgata

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UN RECIEN LLEGADO A LA CABALGATA DE LA FERIA DE LAS FLORES Emilio Alberto Restrepo Baena. emiliorestrepo1@une.net.co

Hace alrededor de un año, un buen amigo me convenció para integrarme con él y su grupo, todos los jueves en la tarde, a la cabalgata que arrancaba de una caballeriza de Sabaneta y recorría por algunas zonas rurales de este y otros municipios del sur del Valle del Aburrá. Al principio lo hice por algo de curiosidad y esnobismo y no sin cierto temor que asiste al que ha sido urbano a ultranza y citadino desde la más tierna infancia. Se trataba de un grupo de profesionales, jubilados la mayoría, que sacaron de su rutina el espacio para estar en un grupo de hombres solos, inicialmente con la prevención de sus esposas que huelen peligrosos estrógenos circulantes en todas las actividades de sus cónyuges y luego con una amodorrada resignación de ellas, como cuando se les activa el chip del fútbol o de los negocios o de la política que casi todos los machos llevan insertados en su ADN.

Las primeras jornadas fueron sorprendentes. Conversación amena, apuntes divertidísimos, música al gusto y por tandas, sin estridencias, licor en la dosis justa, viandas exquisitas, ambiente, color de naturaleza, senderos ecológicos, cero ostentación, reivindicación de la palabra y del disfrute de las cosas simples de la vida. Estuve muy animado por un tiempo y no veía la hora de que llegara el jueves para departir con mis amigotes, relajarme y olvidarme de tanta obligación y tanto estrés de la vida diaria. Que gente tan agradable, se veía lo honesto, lo decente, lo dignos y educados que eran.

Por asuntos profesionales me ausenté unas semanas de la ciudad y al volver me enteré de que en el fin de semana siguiente sería la famosa cabalgata de la Feria de las Flores. Sin pensarlo mucho, acepté la invitación de unos compañeros del trabajo, distintos al grupo de los jueves, nos entusiasmamos, nos inscribimos, alquilamos los caballos y nos preparamos para lo que sería una velada inolvidable.

Ese sábado fue uno de los peores de mi vida. Durante varias horas traté de avistar a mis colegas de travesía y no me pude encontrar a ninguno. Los celulares tenían las líneas saturadas y no había conexión y cuando esta se lograba, oír era imposible, pues el barullo era insoportable, la estridencia era ensordecedora, todo el mundo estaba a los gritos. El calor del medio día nos golpeaba inmisericorde los hombros y nuestras duras testas parecían a punto de reventar. Había miles, léase bien, miles de caballos con sus respectivos jinetes, todos apeñuscados, en un hacinamiento que no permitía una marcha fluida, cemento y edificios por todos los lados, nada de aire puro ni verde alrededor, caballos resoplando, sudando a cántaros y echando babaza por la boca. Pero lo que más me llamó la atención era los personajes que estaban a mi alrededor. Todos uniformados con sombrero, poncho, lentes oscuros, camisa de cuadros y manga larga y blue jeans. Cadenas y relojes de marca en notoria ostentación. Bebeta compulsiva de licor en todas sus presentaciones y combinaciones, un lenguaje vulgar y ordinario, en berridos ininteligibles y carcajadas sin razón aparente, insultos cuando se presentaban fricciones entre los binomios bestia-bestia, que era cada dos pasos. A su alrededor, la concentración más alta del mundo de mujeres bonitas, pero todas iguales: pelo largo, rubio a la fuerza de las tinturas y recién cepillado, sombrero vaquero puesto por primera vez, tetas descomunales a punto de reventarse muy seguramente de origen siliconudo, pantalón apretado, bota tejana comprada la víspera, lentes negros de marca, casi siempre sobre el sombrero, no en los ojos como uno espera. Casi todas igual de chillonas y ebrias, igual de fanfarronas, igual de mostronas, era casi evidente que la mayoría era la primera vez que montaban. Me llamó poderosamente la atención la ausencia de esposas, que a esa hora deberían de estar viendo el desfile por televisión. Después un amigo me sacó de la ignorancia y me dijo que esos maniquíes reciben el remoquete de “grillas” y suelen acompañar en eventos públicos a los señorones que tanto me asombraron. No lo sabía, pero al verlos juntos me asombré de su volumen, de su cantidad, pero después me hicieron caer en cuenta que a Medellín le dicen “Lobolandia” y que aquí se cuentan por millares.

En todo caso mi faena se tornó en pesadilla. Una vez metido en el torrente de bestias y caballos, era imposible salirme. Me mencionaron mil veces la madre, me ensuciaron de babas, sudor y boñiga de caballo, vómito de borracha; me insolé y todavía me duelen los muslos y la cintura de hacer fuerza. Los hongos que me quedaron en la ingle de tanto sudar parecían champiñones y por poco quedé despellejado. Si me hubieran visto la parte posterior y baja donde termina la espalda, hubieran pensado que estuve en un crucero con un grupo de marineros escandinavos y que se había acabado el lubricante. Hubo amenazas, miradas fieras, alegría por decreto, alboroto artificial, euforia postiza y una de las veladas más desgastantes que me ha tocado vivir, por no decir que decadente y aburridora.

Supe que en otros años se presentaron peleas de borrachos, caballos muertos, desmayos, equinos subidos al metro, grescas, basura por todos los lados, caos vial, atropellados, pero nunca lo había vivido tan de cerca. En el remate de la dichosa cabalgata, se presentó una riña al parecer de carácter pasional-etílica en la plaza mayorista que terminó con varios asesinatos.

No pude por ningún lugar recuperar lo lúdico, lo grato de la naturaleza, la fluidez de una jornada espontánea contemplando paisajes y deleitándome de una buena conversación al calor de unos buenos tragos y una comida agradable. Encontré solo apariencias y vulgaridad, mezquindad y agresión, ebriedad de la mala, vanidad de la fea, poses y artificios, superficialidad y belleza de postín. Creo que dentro de mí, tengo suficientes razones para nunca más volver.

Cuando le pregunté a los del grupo de los jueves que porqué no habían ido, sorprendidos de mí, me contestaron que por todo eso mismo, que los caballistas puros, de años de experiencia, de formación ecuestre por ancestro, abolengo, gusto y convicción, nunca se prestaban para tal desmadre; que eso violaba todas las normas del respeto por los animales y por el prójimo y que el cemento desvirtuaba el sentido real de una cabalgata ecológica en su más pura concepción estética y filosófica. Con indignación me ripostaron que cómo se me ocurría siquiera pensar que ellos iban a ir a semejante adefesio que prostituye el sentido puro y conceptual de la cabalgata como tal, que no contara con ellos para prestarse a semejante aparato de ostentación, arribismo y superficialidad. Que a los jinetes de verdad, a los que amaban el arte ecuestre, jamás los veían en semejante esperpento mediático.

Con la vergüenza de un recién llegado que comete una torpeza por desconocimiento, entendí que me merecía lo que me pasó por embelequero y filipichín y preferí cambiar de tema.

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