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COLEGA, NO COMPRE FINCA DE RECREO

Emilio Alberto Restrepo Baena


                                            “El cariño verdadero, ni se compra ni se vende…”

No vaya a creer que es charlando. Como en la vieja canción, las fincas de recreo son como el cariño verdadero: ni se compra ni se vende, y entre comprarla y venderla, hay desespero, hastío, úlceras, canas, rabietas, amistades rotas y un severo deterioro del patrimonio. Y como dice el dicho popular, hay sólo dos momentos de felicidad en lo que tiene que ver con tener finca de recreo: El momento de comprarla, en el que uno tiene la ilusión de haber obtenido por fin el terruñito de felicidad para realizar todos los sueños que ha idealizado durante los años en que se ha reventado el lomo trabajando como un buey y el momento de venderla, al borde del desespero, siempre por un valor inferior al inicial a un ingenuo al que no le cierra la boca porque cree que por fin está cumpliendo el sueño de toda su vida. Y así el círculo se repite una y otra y otra vez.

Porque comprar una parcela es dotar a los amigos y a los familiares y a los conocidos de éstos de un lugar bueno, bonito y barato para pasear sin tener que gastar; los fines de semana llegan por docenas sin avisar, a horas del almuerzo o en mitad de la tertulia al calor de unos traguitos o del asado, siempre con la premisa de que “ya que pasaba por aquí cerquita, aproveché para darte un saludito” dice el repentino comensal en un tono empalagosamente simpático mientras baja la comitiva del carro, ya con el vestido de baño puesto y los morrales a punto de reventar la cajuela, no propiamente cargados con mercado, viandas, gaseosas o licor. Luego transcurren tres días en los que hay que ir varias veces al pueblo para ajustar los víveres, siempre en el carro de uno y con la plata de uno, contando con que la abnegada esposa, sin quererlo ni elegirlo, tuvo que madrugar diario a preparar el desayuno para todos mientras se desarrugaban en las camas, luego de trasnochar bailando y cantando, presa de una resaca feroz. Pasa todo el día en la cocina mantequeando y limpiando, tratando de ser atenta y cortés para no figurar como mala anfitriona, mientras lo fulmina a uno con la mirada y le jura que esta vez si será la última, para recomenzar con la rutina en el fin de semana siguiente.

El día de la partida, los invitados como por arte de magia se esfuman inmediatamente después del almuerzo; nadie pregunta si hay cuota que poner, si hay que asear la casa o el jacuzzi, si hay que cargar las bolsas de basura para el acopio, si hay que limpiar baños. Misteriosamente se desaparecen las pocas cervezas y gaseosas de la nevera, “por si nos da sed en el camino”; la garrafa de aguardiente comprada por el dueño, todavía llena hasta la mitad, termina en el carro del primo hermano de la mujer del mocho invitado por un cuñado que en semana ni nos saluda, “para tomarnos el arranque en la carretera”. Los paquetes sobrantes de pasabocas y mecato que trajimos en nuestro propio mercado, terminan en el carro de la esposa del primo, “por si a la niña de da fatiga en el estómago durante el viaje”. Y no mire el inventario de los discos compactos para que no le de más amargura. Y “préstame una chaqueta para mi novia que está resfriada”, la misma que no volvió a ver jamás.

Y es muy claro que nadie queda completamente contento. Que muy desabridos los fríjoles, que muy pequeña la piscina, que muy estrechos los baños, que le falta pintura al frente de la casa, que muy descuidado el jardín, que se acabó muy pronto el ron, que por tacaños no ponen televisión por cable en todos los cuartos, que si te diste cuenta de que ni siquiera tenían antisolar en el baño para las visitas, que la pobre dueña nunca ha tenido buen gusto para los cuadros que pone en la pared. Y mientras tanto uno es el que tiene que pagar el sueldo y parafiscales del mayordomo, cuentas de servicios públicos, administración, impuestos, lucro cesante del valor de la propiedad, mantenimiento de la piscina. Nadie se solidariza con uno. Nadie le ofrece cuota para ayudarle en estos costos fijos ni cuando piden prestada la finca hasta por quince días. Y si a alguien se le ocurre pedir cuota para pagar entre todos, al dueño lo incluyen como un igual, sin que los gastos anteriormente relatados mitiguen la erogación y le tengan un poco de consideración en vista de lo que tiene que asumir sin ayuda de nadie.

Y vaya y cometa el atrevimiento de no prestársela al compañero de oficina o al sobrino de la esposa con sus amigos del barrio o de universidad. “Usted es un mezquino, un egoísta arribista y trepador que ya no se digna compartir los bienes con los que tienen menos oportunidades, que ya no voltea a mirar a los que crecieron con usted”. Casi que le retiran el saludo y le escupen ironías y sátiras cada que se da la oportunidad. Y si la presta es peor: baños taquiados con papel y toallas higiénicas, pese al aviso en el que se ruega que los echen a la papelera. Comida vieja y mohosa en la cocina. Nevera mala o televisor quemado. Preservativos sucios o papeles de sospechosa viscosidad escondidos en los colchones o bajo las camas. Focos prendidos día y noche hasta que uno regresa para apagarlos si no están fundidos; cuentas de teléfono por llamadas de horas de duración o a larga distancia o a líneas calientes o esotéricas. Bolsas de basura olvidadas o escarbadas por los perros, materas quebradas con las flores y la tierra en el suelo, el paño del billar roto o manchado de huevo y leche por sentar niños a comer en él. Y todo sin la posibilidad de hacer ningún reclamo, pues al hacerlo, únicamente se encuentran negativas, resentimientos, rabias y nada se soluciona.

Si uno humildemente pide que le devuelvan la finca con dos días de adelanto, luego de prestársela gratis por dos semanas, la esposa del amigo de toda la vida decide que no soporta tal humillación y corta de tajo una amistad de veinte años. Si uno considera que en defensa de su intimidad no le parece cómodo prestar el cuarto privado del matrimonio, el amigo de la infancia que la había pedido para ir sólo con la familia y se aparece con veinte amigos, se retuerce de la indignación, poseído de la rabia la abandona en mitad de la noche y acaba con la amistad, olvidando que el dueño siempre lo había invitado gratis considerando su precaria condición económica. Malo porque sí y malo porque no. Se pierde siempre, con cara o con sello. Siempre uno es el villano, el H.P., el maldito rico.

Y la joya de la corona es el mayordomo. Esa sí es una raza aparte. Porque para ventajosos y marrulleros, los campesinos nuestros. A toda hora tramando, tratando de sacar ventaja, creyendo que lo natural es que los pobres traten de sacarle provecho a cualquier precio al que ellos consideran que es rico. Alquilan y prestan sin permiso la finca o la piscina cuando tienen la certeza de que el dueño no va a ir y no rinden cuentas. Hacen llamadas larguísimas por el teléfono y al hacerles el reclamo se enojan, le dicen muerto de hambre a uno y amenazan con irse de inmediato de la finca y dejarla abandonada para no aguantar más humillaciones. Les hacen trabajos a otros vecinos en el horario normal. Si no los están vigilando y marcando a presión, es difícil que cumplan a cabalidad las tareas asignadas. Cuando se aburren o tienen otras ofertas, no tienen escrúpulo en irse sin más, casi sin avisar. Cuando son deshonestos, ocurren robos rarísimos de electrodomésticos, de herramientas, de productos, de animales, de huevos y leche; en casos más delicados, amenazas, extorsiones y secuestros. Casi ninguno es discreto, por el contrario, hablan sin contención hasta por los codos, opinan de todo, saben de todo, se entrometen en todas las conversaciones. Y al finalizar la relación laboral, cuente con la demanda garantizada, siempre con el aval de la oficina del trabajo. Saben más de derecho laboral que los abogados y la ley siempre los protege sin ningún tipo de consideración por el patrón, que siempre es la reencarnación del demonio, no importando lo justo o noble o solidario que haya sido con él y su familia.

Y cuando usted logra sacarle alguna producción a la tierrita, al hacer cuentas descubre que son los huevos, las frutas o la cosecha más cara del mundo, que por el valor de la gallina que logró criar, se hubiera dado un banquete de faisán, que la vaca que se enferma siempre es la de uno, que los peces sembrados en compañía que se mueren son los de uno, no los del mayordomo.

Lo mejor es coger ese capital y en lugar de enterrarlo en una finca que es un embeleco costoso que no genera sino gastos, invertirlo, y con lo producido, puede uno hacer el paseo que quiera, alquilar la finca de otro pobre que ya mordió el anzuelo, ir a hosterías, ir a pueblos, ir a la costa o hasta el extranjero, con los solos intereses, sin las úlceras, las rabias, los amigos explotadores y conchudos, los mayordomos aprovechados y abusivos


UN RECIEN LLEGADO A LA CABALGATA DE LA FERIA DE LAS FLORES Emilio Alberto Restrepo Baena. emiliorestrepo1@une.net.co

Hace alrededor de un año, un buen amigo me convenció para integrarme con él y su grupo, todos los jueves en la tarde, a la cabalgata que arrancaba de una caballeriza de Sabaneta y recorría por algunas zonas rurales de este y otros municipios del sur del Valle del Aburrá. Al principio lo hice por algo de curiosidad y esnobismo y no sin cierto temor que asiste al que ha sido urbano a ultranza y citadino desde la más tierna infancia. Se trataba de un grupo de profesionales, jubilados la mayoría, que sacaron de su rutina el espacio para estar en un grupo de hombres solos, inicialmente con la prevención de sus esposas que huelen peligrosos estrógenos circulantes en todas las actividades de sus cónyuges y luego con una amodorrada resignación de ellas, como cuando se les activa el chip del fútbol o de los negocios o de la política que casi todos los machos llevan insertados en su ADN.

Las primeras jornadas fueron sorprendentes. Conversación amena, apuntes divertidísimos, música al gusto y por tandas, sin estridencias, licor en la dosis justa, viandas exquisitas, ambiente, color de naturaleza, senderos ecológicos, cero ostentación, reivindicación de la palabra y del disfrute de las cosas simples de la vida. Estuve muy animado por un tiempo y no veía la hora de que llegara el jueves para departir con mis amigotes, relajarme y olvidarme de tanta obligación y tanto estrés de la vida diaria. Que gente tan agradable, se veía lo honesto, lo decente, lo dignos y educados que eran.

Por asuntos profesionales me ausenté unas semanas de la ciudad y al volver me enteré de que en el fin de semana siguiente sería la famosa cabalgata de la Feria de las Flores. Sin pensarlo mucho, acepté la invitación de unos compañeros del trabajo, distintos al grupo de los jueves, nos entusiasmamos, nos inscribimos, alquilamos los caballos y nos preparamos para lo que sería una velada inolvidable.

Ese sábado fue uno de los peores de mi vida. Durante varias horas traté de avistar a mis colegas de travesía y no me pude encontrar a ninguno. Los celulares tenían las líneas saturadas y no había conexión y cuando esta se lograba, oír era imposible, pues el barullo era insoportable, la estridencia era ensordecedora, todo el mundo estaba a los gritos. El calor del medio día nos golpeaba inmisericorde los hombros y nuestras duras testas parecían a punto de reventar. Había miles, léase bien, miles de caballos con sus respectivos jinetes, todos apeñuscados, en un hacinamiento que no permitía una marcha fluida, cemento y edificios por todos los lados, nada de aire puro ni verde alrededor, caballos resoplando, sudando a cántaros y echando babaza por la boca. Pero lo que más me llamó la atención era los personajes que estaban a mi alrededor. Todos uniformados con sombrero, poncho, lentes oscuros, camisa de cuadros y manga larga y blue jeans. Cadenas y relojes de marca en notoria ostentación. Bebeta compulsiva de licor en todas sus presentaciones y combinaciones, un lenguaje vulgar y ordinario, en berridos ininteligibles y carcajadas sin razón aparente, insultos cuando se presentaban fricciones entre los binomios bestia-bestia, que era cada dos pasos. A su alrededor, la concentración más alta del mundo de mujeres bonitas, pero todas iguales: pelo largo, rubio a la fuerza de las tinturas y recién cepillado, sombrero vaquero puesto por primera vez, tetas descomunales a punto de reventarse muy seguramente de origen siliconudo, pantalón apretado, bota tejana comprada la víspera, lentes negros de marca, casi siempre sobre el sombrero, no en los ojos como uno espera. Casi todas igual de chillonas y ebrias, igual de fanfarronas, igual de mostronas, era casi evidente que la mayoría era la primera vez que montaban. Me llamó poderosamente la atención la ausencia de esposas, que a esa hora deberían de estar viendo el desfile por televisión. Después un amigo me sacó de la ignorancia y me dijo que esos maniquíes reciben el remoquete de “grillas” y suelen acompañar en eventos públicos a los señorones que tanto me asombraron. No lo sabía, pero al verlos juntos me asombré de su volumen, de su cantidad, pero después me hicieron caer en cuenta que a Medellín le dicen “Lobolandia” y que aquí se cuentan por millares.

En todo caso mi faena se tornó en pesadilla. Una vez metido en el torrente de bestias y caballos, era imposible salirme. Me mencionaron mil veces la madre, me ensuciaron de babas, sudor y boñiga de caballo, vómito de borracha; me insolé y todavía me duelen los muslos y la cintura de hacer fuerza. Los hongos que me quedaron en la ingle de tanto sudar parecían champiñones y por poco quedé despellejado. Si me hubieran visto la parte posterior y baja donde termina la espalda, hubieran pensado que estuve en un crucero con un grupo de marineros escandinavos y que se había acabado el lubricante. Hubo amenazas, miradas fieras, alegría por decreto, alboroto artificial, euforia postiza y una de las veladas más desgastantes que me ha tocado vivir, por no decir que decadente y aburridora.

Supe que en otros años se presentaron peleas de borrachos, caballos muertos, desmayos, equinos subidos al metro, grescas, basura por todos los lados, caos vial, atropellados, pero nunca lo había vivido tan de cerca. En el remate de la dichosa cabalgata, se presentó una riña al parecer de carácter pasional-etílica en la plaza mayorista que terminó con varios asesinatos.

No pude por ningún lugar recuperar lo lúdico, lo grato de la naturaleza, la fluidez de una jornada espontánea contemplando paisajes y deleitándome de una buena conversación al calor de unos buenos tragos y una comida agradable. Encontré solo apariencias y vulgaridad, mezquindad y agresión, ebriedad de la mala, vanidad de la fea, poses y artificios, superficialidad y belleza de postín. Creo que dentro de mí, tengo suficientes razones para nunca más volver.

Cuando le pregunté a los del grupo de los jueves que porqué no habían ido, sorprendidos de mí, me contestaron que por todo eso mismo, que los caballistas puros, de años de experiencia, de formación ecuestre por ancestro, abolengo, gusto y convicción, nunca se prestaban para tal desmadre; que eso violaba todas las normas del respeto por los animales y por el prójimo y que el cemento desvirtuaba el sentido real de una cabalgata ecológica en su más pura concepción estética y filosófica. Con indignación me ripostaron que cómo se me ocurría siquiera pensar que ellos iban a ir a semejante adefesio que prostituye el sentido puro y conceptual de la cabalgata como tal, que no contara con ellos para prestarse a semejante aparato de ostentación, arribismo y superficialidad. Que a los jinetes de verdad, a los que amaban el arte ecuestre, jamás los veían en semejante esperpento mediático.

Con la vergüenza de un recién llegado que comete una torpeza por desconocimiento, entendí que me merecía lo que me pasó por embelequero y filipichín y preferí cambiar de tema.

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